“Daría la vida porque otro tenga derecho a dar la vida por sus ideas”

“Daría la vida porque otro tenga derecho a dar la vida por sus ideas”

Siempre contradictorio y seguro de sí mismo, el simple pero brillante escritor Eduardo Torres es, como nos recuerda su esposa, Carmen de Torres, el creador de esta sentencia que parodia con solemne audacia aquella otra tan creíble de Voltaire (“no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”). No es que Eduardo Torres, intransigente como era en materia de opiniones ajenas, le diese gran valor a las ideas, como lo atestiguan estos dos epigramas (de uno de ellos, por cierto, trató de apropiarse su vanidoso hermano):

Imagen del escritor guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003), autor de la biografía novelada de Eduardo Torres ‘Lo demás es silencio’.
Augusto Monterroso (1921-2003)

La mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de ponerlas en práctica.

Solo el renombre de quien las emite hace que ciertas ideas valgan algo.

Pero el autor de Imaginación y destino tampoco le otorga mayor importancia a las ideas propias ―si es que alguna vez tuvo alguna―, como se aprecia en los siguientes juicios sobre la literatura:

Todo trabajo literario debe corregirse y reducirse siempre. Nulla dies sine linea. Anula una línea cada día.

Poeta, no regales tu libro: destrúyelo tú mismo.

Portada de ‘Lo demás es silencio’ (Joaquín Mortiz, 1978), de Augusto Monterroso.Tales apotegmas se conocen gracias a su biógrafo, el escritor guatemalteco nacido en Tegucigalpa que pasó la mayor parte de su vida en México Augusto Monterroso (1921-2003). Monterroso, conocido por sus historias breves, solo escribió una novela, Lo demás es silencio, en la que aborda la semblanza del samblasense desde diversos ángulos, ninguno de ellos favorecedor. Quizá porque, como explicó el propio Torres en la ponencia que leyó en el congreso de escritores de San Blas de mayo de 1967:

La mejor manera de dejar de interesarse por las obras de los otros autores consiste en conocer personalmente a estos.

O puede que porque Monterroso, que era amigo de Torres, nunca soportó la fama y el predicamento de su colega, quien, como no podía ser menos ―dada su sagacidad―, se percató de ello y lo aireó sutilmente en el punto séptimo de su celebrado Decálogo del escritor.

Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Sin olvidar otra medida pulla aforística que, también sin citarlo, el samblasense le lanzó como quien no quiere la cosa en una carta a José Durand; pulla que no pudo pasar inadvertida al pequeño Monterroso, que no solo se caracterizaba por la brevedad de sus relatos ―¡Don Tito!, lo llamaban―.

Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.

Esta, la revelación sin tapujos de la insidiosa envidia que Monterroso le profesaba a Torres, algo que nadie hasta ahora había puesto de manifiesto ―tal vez por temor a las represalias de los violentos seguidores del hondureño-guatemalteco-mexicano, los dinosaurios―, es mi principal aportación al tema. Por lo demás, como diría el simpar genio samblasense:

Este artículo no tiene otro mérito que ser el mejor que se ha escrito sobre el tema.

(Valga la redundancia).

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